“Siempre ha habido el peligro de que el
fascismo que nosotros aplastamos en Italia y en Alemania, pruebe que tiene
tantas cabezas como la hidra. Destruimos organizaciones; matamos, aprisionamos
y castigamos a algunos hombres. Pero no matamos al fascismo, y parece muy
probable que vamos a tener una impresionante prueba de ese hecho en Colombia”. The New York Times, 1950
Cómo empieza un
"Golpe de opinión"
A las diez y media de la mañana del
sábado 13 de junio de 1953 un fantasma se apeó del Cadillac presidencial en el
palacio de La Carrera, y arrastrando las pesadas cadenas de una enfermedad
agobiadora, y de la pena de una tragedia familiar recién ocurrida, entró en la
casa de los presidentes de Colombia, de la que era inquilino titular, espantó a
todos con su aparición repentina, incluido el inquilino Designado, y reasumió
la Presidencia de la República, que había dejado dieciséis meses atrás obligado
por sus achaques corporales.
El Presidente en receso, doctor Laureano Gómez, se dirigió a las habitaciones
del Presidente en funciones, doctor Roberto Urdaneta Arbeláez, enfermo desde
hacía cuatro días, y le comunicó que retomaba las riendas del Gobierno y que
enseguida llamaría a calificar servicios al comandante de las Fuerzas Armadas,
Teniente General Gustavo Rojas Pinilla. Urdaneta le dijo que eso podría
precipitar un golpe de Estado, a lo cual replicó el doctor Gómez que, en guarda
de su honor y del prestigio de su causa, no podía doblegarse ante las amenazas
y que peor que el golpe de Estado sería aceptar la iniquidad para que no
ocurriera. A continuación citó a un consejo de Ministros, que no tuvo
desarrollo distinto al de recibir las renuncias del gabinete en pleno, pues
habiendo sido nombrados por el Designado los Ministros consideraron su deber
dejar al Presidente en libertad de confirmarlos o de cambiar el gabinete. Gómez
mantuvo las renuncias en suspenso; pero a las tres de la tarde destituyó por
decreto al Ministro de Guerra, Lucio Pabón Núñez, y encargó de ese despacho al
Ministro de Obras Públicas, Jorge Leiva.
El Teniente General
vacila
Al enterarse de que ya no era
comandante de las Fuerzas Armadas, ni miembro del Ejército, el Teniente General
Rojas Pinilla tomó la decisión de abandonar el país. Calibán recuerda que una
semana antes había escrito en la Danza de las Horas sobre una anécdota de Marcel Habert.
Un 14 de julio Habert vio desfilar al general Roguet, comandante de la
guarnición de París, al frente de setenta mil soldados, y le gritó “Al Elíseo,
mi general, a salvar la patria”. Roguet no se atrevió. El viernes doce de junio
Calibán estaba pesimista. La anécdota de Habert “era una insinuación no velada
a nuestro general [Rojas Pinilla] para que se atreviera a salvarnos. Pasaron
los días y yo creí que no teníamos salvación”. Sin duda Rojas Pinilla, reacio
como Roguet a comprometerse en un golpe de Estado, no entendió la insinuación.
Sí la entendieron, en cambio, los doctores Ospina Pérez y Alzate Avendaño, y
confiaron a Pabón Núñez la tarea de atajar al Teniente General y convencerlo de
que la patria no se salvaba con generales que huían, sino con generales que
actuaban en los momentos supremos. Los jefes conservadores sabían que sin Rojas
Pinilla todo estaba perdido. Era el único militar con el prestigio suficiente
para cohesionar las Fuerzas Armadas, que profesaban verdadera adoración por su
comandante.
Cerca del aeropuerto de Techo Rojas Pinilla dio media vuelta y acompañado por
altos oficiales regresó a la sede del Batallón Caldas, en Puente Aranda, donde
el coronel Rafael Navas Pardo le ratificó la adhesión incondicional de las
Fuerzas Armadas. Entonces el Teniente General ordenó el acuartelamiento
inmediato de las guarniciones del país y asumió el mando de la totalidad de las
fuerzas militares: el Ejército, la Aviación, la Marina y la Policía. Pasado el
medio día se comunicó por teléfono con el Presidente encargado, Urdaneta
Arbeláez, le informó de las disposiciones adoptadas y le manifestó que contaba
con el respaldo de las Fuerzas Armadas si estaba dispuesto a continuar en el
ejercicio de la Presidencia. Urdaneta, que tenía a su lado al doctor Gómez, le
respondió que el Presidente titular no había renunciado y que en consecuencia
el Designado no ocuparía un sillón que no estaba vacío. Rojas le insistió y
Urdaneta le reiteró su rechazo una y otra vez. Pasarían varias horas antes de
que el Teniente General decidiera marchar hacia palacio. “A mi me consta –dice
el padre Félix Restrepo—y nos consta a la mayor parte de los colombianos, que
el general Rojas Pinilla no quería encargarse del poder. Hizo repetidas
instancias al Presidente Urdaneta para que continuara en su puesto. Ante las
constantes negativas del Designado, y ante el mar de fondo que amenazaba ya con
estallar en tormenta incontenible, Rojas Pinilla creyó que era su deber ponerse
al timón, y la mayor parte de nuestros hombres ilustres, liberales y
conservadores, creyeron también que ésta era la única salvación de la república
en aquellas horas angustiosas”.
Interregno y cambio de
mando
Roberto Urdaneta abandonó el
Palacio hacia las dos y media, con rumbo desconocido. Después de firmar el
decreto de destitución del Ministro de Guerra, también desapareció Laureano
Gómez. El país quedó sin Gobierno –ni Presidente, ni Ministros—entre las tres
de la tarde y las siete de la noche. A las cinco y treinta, Rojas Pinilla
localizó a Luis Mejía Gómez, sobrino de Laureano, y por su conducto le mandó
notificar al Presidente que, en vista de que había abandonado el cargo, sin
renunciar, se veía obligado a asumir la Presidencia de la República. A las siete
y diez minutos el Teniente General llegó al palacio de La Carrera, acompañado
por Lucio Pabón Núñez y por una comisión numerosa de altos militares de las
distintas armas. Lo recibieron, como a nuevo Presidente de Colombia, la ex
primera dama Clemencia Holguín de Urdaneta, el ex ministro de Gobierno, Rafael
Azuero Manchola, y los doctores Bernardo González Bernal, Luis Navarro Ospina y
Gilberto Alzate Avendaño, entre otras personalidades del conservatismo
antilaureanista. Minutos después llegaron a palacio el Directorio Nacional
Conservador y su jefe el expresidente Mariano Ospina Pérez, con quien el
Teniente General conferenció por más de media hora. A las diez de la noche la
Radiodifusora Nacional les comunicó a los colombianos que el Teniente General Gustavo
Rojas Pinilla era su nuevo Presidente. Al amanecer del domingo 14, un río
humano impetuoso se precipitó por la carrera Séptima para aclamar al salvador,
que junto con su hija María Eugenia hacían la V de la victoria desde los
balcones del palacio de La Carrera, en el mejor estilo churchiliano.
Por qué se produce un
"Golpe de opinión"
La versión de
Laureano. ¿Por qué el Presidente Laureano Gómez
decidió abandonar su lecho de enfermo --en el que yacía atribulado además por
la pena irremediable de la muerte de su hijo Rafael, acaecida en un trágico
accidente de aviación--, retomar una tarea que le exigía esfuerzos muy
superiores a sus menguadas capacidades físicas y destituir de manera
intempestiva al Comandante General de las Fuerzas Armadas y al Ministro de
Guerra? En su interesantísimo libroDesde
el exilio, el doctor Gómez atribuye el golpe del 13 de junio a una
acción personal de Rojas Pinilla, colocado ante la disyuntiva de deponer a
Laureano o enfrentarse a un juicio por negligencia cómplice en el asunto de las
torturas infligidas por miembros del G2 del Ejército al industrial Felipe
Echavarría. Una vez que estos hechos tenebrosos, que él ignoraba estuviesen
ocurriendo, le fueron confirmados por boca de su hijo, el periodista Enrique
Gómez Hurtado, el Presidente Gómez sintió la necesidad imperiosa de restablecer
la justicia. Enrique Gómez cuenta en su magnífico relato, de impecable factura
literaria, Un balcón sobre el abismo,
que su padre lo comisionó para averiguar qué había de cierto en los rumores
sobre las torturas a Echavarría. Enrique visitó a Echavarría en los calabozos
del G2 y verificó cómo eran visibles las huellas de los golpes en el rostro y
en el cuerpo del industrial, a quien sentaron sobre bloques de hielo con el
propósito de obligarlo a confesarse jefe de una conspiración para asesinar a
distinguidos conservadores y miembros del ejército, entre ellos el Teniente
General Gustavo Rojas Pinilla, y delatar a sus cómplices. Incapaz de resistir
la tortura y las quemaduras del hielo sobre su piel, Felipe Echavarría no sólo
se confesó participe de la conspiración, sino que delató como cómplice a la
plana mayor del Partido Liberal. En presencia de Enrique Gómez, y de un juez,
Echavarría declaró que esa confesión se la habían arrancado por medio de la
tortura y que se arrepentía de haber involucrado a los jefes y escritores
liberales en un asunto en el que no tenían arte ni parte.
Enrique Gómez le describió a su padre con pelos y señales las torturas
aplicadas a Echavarría. “Con justificada alarma –dice el Presidente
Gómez—porque semejante atrocidad hubiera ocurrido en la capital de la República
y en la vecindad inmediata del palacio presidencial, tuve ocasión de hablar en
las primeras horas de la noche de la fecha de mis informaciones, con el ministro
de guerra, señor Pabón. Estaba cierto de que reaccionaría a los estímulos de la
pura doctrina, porque me era desconocido el abismo de su alma. Expúsele que la
tortura repugnaba a nuestra conciencia y que aun en el supuesto de que el
acusado era el más empedernido de los criminales no podía serle aplicada. Le
agregué que los ministros eran los ojos del presidente, que su deber era
adquirir un conocimiento directo de los hechos para formarse un criterio
objetivo y transmitirlo al designado, quien estaba fuera de la ciudad; que la
cobarde violencia ejercida sobre un preso, lejos de favorecer la investigación,
la perjudicaba ciertamente; pero que, sobre todo, ni el Gobierno podía permitir
la implantación oficial de esos procedimientos ni él podía ser el ministro de
una Checa. Quedé persuadido de que mi justa
solicitud sería atendida. Pero el Ministro no la cumplió. Supe luego que ni
siquiera había visto al preso”. La indolencia del Ministro de Guerra indujo al
Presidente a pedirle a su hijo que visitara a Echavarría con un juez como
testigo de la entrevista. Los informes suministrados por Enrique Gómez a su
padre fueron motivo suficiente para que el doctor Gómez le diera al designado
Urdaneta diez horas de plazo para llamar a calificar servicios y abrirle un
juicio al general Rojas Pinilla, a quien Gómez consideraba responsable de “la
iniquidad” cometida contra Echavarría. Pasado el plazo de diez horas, Urdaneta
no hizo nada de lo indicado por Gómez. “Entonces -–dice Laureano— vi cubierta
de oprobio la república bajo el mando conservador. El liberalismo, contra cuyas
injusticias protesté tantas veces, esta infamia no la había cometido. Si se la
toleraba ahora, cuando el alto personal del gobierno conocía lo ocurrido,
cuantos abusos, delitos y atropellos se habían cometido a sus espaldas recibían
una tácita aprobación comprometiendo su responsabilidad ante los contemporáneos
y la historia”. Laureano resolvió volver a la presidencia para salvar del
oprobio a su partido; y en consecuencia de la destitución fulminante del
general Rojas y del ministro Pabón, aquel habría dado el golpe del 13 de junio
para eludir las responsabilidades que pudieran caberle en el torvo episodio de
las torturas al industrial Felipe Echavarría.
"Hay que gobernar
con la opinión pública"
La versión de
los hechos. Al instalar, el 15 de junio, la Asamblea
Nacional Constituyente, el presidente de facto Rojas Pinilla dijo que
“determiné salvar a Colombia de la anarquía y comprometer todas mis fuerzas y
mi honor de militar y caballero en la empresa de redimir a la patria, con la
conciencia tranquila de haber hecho cuanto me fue humanamente posible para que
esta situación [el golpe de Estado] no se produjera”. Cierto es que lo relatado
por el presidente Gómez y por su hijo Enrique se ciñe a la verdad; pero resulta
simplista creer que un hecho de tal trascendencia, como lo fue el 13 de junio
de 1953, se produjo por motivos tan mezquinos como los que el doctor Gómez
quiere atribuirle a la actitud del general Rojas Pinilla. Puede ser creíble que
así como el presidente Gómez estaba en ayunas de los atropellos que se cometían
“a poca distancia del palacio presidencial”, también lo estuviera el comandante
de las Fuerzas Armadas. A veces los subalternos hacen cosas reprobables sin
consultar con sus superiores, convencidos de contar con su aprobación. Y puede
del mismo modo ser creíble que el Presidente, el Comandante de las Fuerzas
Armadas, el Designado y el Ministro de Guerra, estuvieran al tanto de lo que
ocurría y se hicieran los de la vista gorda mientras fuera conveniente.
Quizá el doctor Laureano Gómez vivía en el mejor de los mundos posibles,
convencido de que sus buenos planes de Gobierno, y varias realizaciones
materiales de indiscutible excelencia, cobijaban la realidad política nacional.
El doctor Gómez creía que la violencia en Colombia se había iniciado en 1930,
cuando las ideas liberales gobernaron el país; sin embargo no fueron los
gobiernos liberales los que se propusieron “hacer invivible la república”, como
lo ofreció el jefe conservador Laureano Gómez cuando declaró oposición total al
régimen liberal. Y vaya si cumplió con lo prometido. La violencia de tipo
oficial comenzó en Colombia desde agosto de 1946, como podemos comprobarlo por
las denuncias reiteradas de Gaitán, y después del 9 de abril, con el exilio de
los jefes liberales, el desplazamiento de masas inmensas de campesinos
liberales, la clausura dictatorial del Congreso, el encarcelamiento abusivo y
la tortura contra intelectuales y miembros del partido liberal, como es el caso
de León de Greiff, Álvaro García Herrera y Germán Zea; el asesinato continuo de
liberales rasos como Vicente Echandía, Luis Jorge Cerón Bernal, Alejandro
Stankoff Wilches y Enrique Rivera Forero, “perpetrado por la policía al pie de
la estatua de San Martín, en el corazón mismo de la capital de la república”, o
el incendio de los diarios liberales y de las casas de los jefes del partido
liberal; muchos de estos atropellos se cometieron durante la presidencia del
doctor Ospina Pérez, pero el doctor Gómez era funcionario de esa administración
y nunca protestó contra ellos, ni los corrigió en su Gobierno ¿Ignoraba que
estuvieran ocurriendo?. Pocos días antes del 13 de junio, el Comité de Socorro,
presidido por monseñor Emilio de Brigard, santo varón, si los ha habido en
Colombia, denunció que había 50. 000 refugiados (hoy se diría desplazados),
“niños, mujeres y ancianos”, víctimas de la violencia en el territorio
nacional, y que podrían ser muchos más. Sin desconocer que tanto el Presidente
Ospina como el Presidente Gómez hicieron cosas notables en materia de obras
públicas, hay que atribuir, sin injusticia, a sus gobiernos el origen de la
violencia oficial, con o sin conocimiento de los mandatarios. Cualquiera que se
tome el trabajo de rastrear la prensa nacional, desde el 7 de agosto de 1930
hasta el 7 de agosto de 1946, no podrá encontrar una sola noticia sobre
desplazamiento de colombianos por causa de violencia, ni más hechos violentos
que aislados e insólitos enfrentamientos motivados por las pasiones sectarias y
el fanatismo irracional de ciudadanos liberales o de ciudadanos conservadores.
Las causas que produjeron el golpe del 13 de junio de 1953 fueron políticas y
nacionales y obedecieron a un estado de cosas que estaba convirtiendo al país
en un matadero, en una república muy parecida a los regímenes fascistas, como
lo denuncia el New York Times en 1950: “Siempre ha habido el peligro
de que el fascismo que nosotros aplastamos en Italia y en Alemania, pruebe que
tiene tantas cabezas como la hidra. Destruimos organizaciones; matamos,
aprisionamos y castigamos a algunos hombres. Pero no matamos al fascismo, y
parece muy probable que vamos a tener una impresionante prueba de ese hecho en
Colombia”.
Por eso es explicable la explosión de alegría multitudinaria que sacudió las
calles y las plazas de Colombia el 14 de junio. Los cientos de miles de colombianos
que salieron a festejar “el golpe de opinión” dado por el Teniente General
Rojas Pinilla, no celebraban que el nuevo presidente se hubiera salvado de un
juicio por torturas a Felipe Echavarría, sino el hecho de haber salvado al país
de una catástrofe inminente, que sólo el doctor Gómez y su círculo se negaban a
ver.
Figuras distinguidas del liberalismo se reunieron en la noche del 14 de junio
en casa del doctor José Joaquín Castro Martínez “con el fin de deliberar sobre
los acontecimientos nacionales”. Allí estaban Luis López de Mesa, Darío
Echandía, Luis Eduardo Nieto Caballero, Antonio Rocha, Rafael Parga Cortés,
Moisés Prieto, Julio César Turbay Ayala, Álvaro Esguerra y Jaime Posada. Cuando
redactaban el comunicado que iban a dirigir al país, notaron que los postulados
doctrinarios liberales se ajustaban al concepto “que también precisó hoy con
gran exactitud el Teniente General Rojas Pinilla en los siguientes términos:
‘Hay que gobernar con la opinión pública, porque la opinión pública y su respaldo
es lo que salva al país’”.
--“Eso es, dijo el doctor Darío Echandía, eso es lo que tenemos hoy en
Colombia: un golpe de opinión”